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Sobre: Porque no clasificar y desmitificar los estudios científicos en los Niños


Clasificar niños está de moda hace ya un tiempo. Se los clasifica en función de cierta lectura de aquellas conductas y rendimientos que se consideran trastornados y se lo hace desde una supuesta asepsia técnica y neutralidad valorativa. Por consiguiente se les ponen nombres a esos trastornos, nombres que pasan a ser nuevas palabras maestras [2], dotadas de un denso valor de verdad, nombres válidos para un referente único, el DSM-IV hasta ahora y en breve el DSM-V que está cerca de ver la luz. Si esto pudiera ser así, entonces ya no habría más conflictos, las cosas serán llamadas como corresponde y no habrá más confusiones.
Claro que siempre habrá voces disonantes: “Notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo” [3] . Pero pese a ellas la duda, jactancia de los intelectuales, cosa de timoratos, no parece afectar el curso actual de las cosas ya que, de todos modos, se va imponiendo la idea de que “clasificar es esencial para el progreso científico en cualquier disciplina”. [4]
No podría ocurrir otra cosa en la nuestra. Veamos si no: “El estudio de cualquier tipo de fenómenos requiere de un sistema para agrupar y denominar eventos. En el campo de la Salud Mental, el DSM es esta formulación”. [5] No hay timidez alguna. Hay una afirmación rotunda. Indubitable.
Esto no se compadece, sin embargo, con las críticas que han recibido las ediciones anteriores ni tampoco con las que está recibiendo el embrión de la que les sucederá. Por un lado se critica lo innecesario del secreto en que fue concebida la versión 5.0, sus excesivas ambiciones y sus métodos desorganizados. [6] Además el planteo es que los borradores conocidos de la nueva criatura adolecen de un “pecado” importante si tenemos en cuenta sus objetivos antes señalados: una escritura a la que le falta claridad y consistencia. Al parecer la tendencia que se desarrollará será la de una incorporación de nuevos “diagnósticos” cuya vaguedad y amplitud ampliará las tasas de trastorno mental y un descenso del “umbral” que ubica como trastorno a conductas antes “dudosas” con lo que el riesgo será “la creación de millones de falsos positivos y nuevamente mal identificados (newly misidentified) “pacientes”.[7] Nuevos nombres impropios que exacerbarán los problemas causados por un DSM-IV ya generosamente inclusivo a ese respecto.
“Habrá un masivo sobre-tratamiento con medicaciones que son innecesarias, caras, y muchas veces bastante nocivas. El DSM-V aparece promoviendo lo que más temíamos: la inclusión de muchas variantes de la normalidad bajo la rúbrica de enfermedad mental, con el resultado de que el concepto nuclear de trastorno mental queda grandemente indeterminado”. [8]
Algo muy grave si tenemos en cuenta que los sistemas clasificatorios como el DSM pretenden recoger “evidencias”, “hechos”, como si de especies botánicas se tratara, imponiendo nombres pretendidamente libres de interpretaciones teóricas. No se plantean conjeturas. Se trata de aproximaciones a universos muchas veces microscópicos, que no toman debidamente en cuenta los lentes que en ellas se emplean. La imposible asepsia de las lecturas. Ni su provisoriedad. 
A veces parece que algunos de estos nombres han sido puestos por primera vez. Que lo que antes no existía ha cobrado presencia gracias a esta nueva nominación. Los trastornos generalizados del desarrollo (TGD), el déficit atencional (ADHD); los niñosoposicionistas y desafiantes (ODD), los trastornos obsesivo-compulsivos (TOC), los bipolares infantiles (TBPI) etcétera parecen ir hallando así un lugar y una explicación a sus dificultades. Antes no había. En cambio ahora, debido a epidemia o mutación, los nuevos trastornos crecen por todas partes como hongos para los que afortunadamente, en el mismo manual o en otros ad hoc, se encuentra la base genética originaria, el trastorno biológico causante y el arsenal medicamentoso de primera línea para normalizar tanto descarrío.
Esta ilusión de nombrar con certeza “divina” se pone en obra en esta llamada Biblia de la salud mental con la expansión del términotrastorno que en rigor pretende desplazar (y por lo tanto emplazar) un nombre, una nueva palabra maestra pre-freudiana que es tomada de otro lado, (de la medicina del siglo XVII) para reemplazar otros términos como por ejemplo neurosis, que en su momento fueron un progreso nominativo, claro que herético, de los modos de sufrimiento mental. O sea que el trastorno es un retorno. La restauración de viejos dogmas en nuevos odres.
La creación de estos términos que identifican ciencia con verdad aparenta ser un problema epistemológico, de incumbencias y territorios del conocimiento. Pero se trata básicamente un problema ético. La propuesta neo-psiquiátrica asume el semblante de una superación de las ideologías, de una neutralidad positivista ante la cual se nos plantea el desafío de rescatar la dialéctica de lo verdadero y lo no verdadero de los entresijos de un discurso pleno de tecnicismo, psicologismo y moralismo. 
Esa superación aparente se basó en una crítica al psicoanálisis que ha sido generalmente injusta y descalificadora. No obstante creo que, pese a su lenguaje tecnocrático, ella ha echado luz sobre algunas limitaciones y contradicciones de los abordajes psicoanalíticos. Sobre lo que Derrida llama las resistencias del psicoanálisis. [9] Quiero decir que sería hoy ya insostenible hablar de madre “esquizofrenógena” o “refrigeradora” como determinación causal de la esquizofrenia o del autismo. 
Propuesta realizada con un ropaje laico que, a su pesar, permite adivinar debajo sus pliegues una sacralización de las enunciaciones “científicas” que pretenden la fijación unívoca de determinados significantes (trastorno/desarrollo) a un significado con la consiguiente clausura (término también religioso) de la multivocidad y conflictividad de cualquier nominación. 
La tarea a desarrollar es, en cambio, mantener la enunciación como historicidad y contradicción [10] en lugar de convertir la nominación en nomenclatura. ¿Quién dice que estamos ante un esto qué es? Se trata de que en los intervalos de los saberes escritos otras verdades puedan hablar de lo impensado de ese pensamiento.
El lenguaje en tanto acto de enunciación es a la vez lugar de la verdad que pretende afirmar como del error pues la unión de un nombre y un concepto no es, nunca ha sido, inmune a los deseos de poder o de gloria. “La muerte de la interpretación es el creer que hay signos que existen primariamente, originalmente, realmente, como marcas coherentes pertinentes y sistemáticas”. [11] 
Y la verdad, o verdades en juego en el sufrimiento y el goce no se debaten en un espacio puramente teórico. Las verdades “hacen acto de presencia” en un espacio de prácticas donde ese sufrimiento se despliega simbólica y lúdicamente en el mejor de los casos. Lo opuesto es la clausura taxonómica y pretendidamente aséptica expresada en la nada infrecuente frase: “Si habla me confunde el diagnóstico”. 
Discutimos la verdad entonces como un nombre que figura en enunciados pero no podemos obviar los actos de enunciación, agentes, reglas, sujetos circunstancias o condiciones de “uso”. [12] No podemos interpretar lo escrito pasando por alto que interpretamos a quien ha propuesto la interpretación. A quién, cómo, cuándo y dónde lo dice y además, respondiendo a qué intereses, lo sepa o no. 
Porque el mismo valor de verdad que se atribuye a la “ciencia” (frente a otros discursos y prácticas cuyas verdades cotizan menos), depende también de un cierto discurso sobre la ciencia. Ciencia que pretende ser “realista”, pero a la que le cuesta inspeccionar el monto de ficciones implícitas en sus “verdades”.
Palabras maestras entonces resaltadas por la sutil notación de una mayúscula (Uno, Bien, Belleza, Ser, Cosa, Dios, Tierra, Libertad, Ciencia, Espíritu, Revolución, Pueblo, Clase…). En psiquiatría: Genes, Neurotransmisores, Desarrollo. Psicofármacos. Y en el Psicoanálisis: Angustia. Es decir lo que no miente. Lo que brinda certeza. Que permite creer. Que da garantías, fundamento, existencia y pertenencia. 
Los nombres que se instituyen y emplazan en un enunciado y que pretenden adquirir valor de verdad, aspiran a la certeza (al estilo de la verdad revelada, de lo incuestionable) pero llevan en su seno la huella del conflicto. Con humor se decía que lo que luego fue llamado ADD o ADHD y antes Disfunción Cerebral Mínima (un nombre descartado por su inconsistencia), en lugar de llamarse DCM debería haberse llamado CDM, es decir Confusión Diagnóstica Máxima. 
Por ende cada nombre nuevo no se incorpora a un territorio virgen sino que desplaza a muchos otros con los que entra en conflicto. No podría no haberlo en tanto se juegan concepciones diferentes de lo humano y sus determinaciones. No es lo mismo pensar que la biología humana es la determinante y transmisora de lo heredado en cuanto a comportamientos, que pensar a la biología humana como resultante histórica de una evolución y está afectada por las producciones materiales, simbólicas e imaginantes. Es decir que la biología no sólo no configura una determinación absoluta sino que es, en lo humano, ella misma una dimensión sobredeterminada. 
Por lo tanto referirse a la biología humana desde una perspectiva “científica” debería contemplar lo relativo e inacabado de nuestras formulaciones. Mucho más en lo que hace a establecer causalidades y nombres definitivos. Nunca la verdad puede ser agotada en una formulación, nunca puede decirse “toda la verdad”. Hay co-presencia de verdad y error en cada formulación. De allí que el conflicto y la contradicción son inherentes e inevitables en cualquier pretendida formalización al igual que su historicidad y relatividad. Los signos deben considerarse máscaras que lejos de indicar neutralmente un significado imponen una interpretación. 
Ello es así porque tanto para la filosofía como para las llamadas “ciencias humanas” no hay objetos constituidos y objetivos independientes de nuestra cosmovisión e intervención. Nuestro cerebro no es un calefón. Hay cuestiones, situaciones, problemas respecto de los que efectuamos lecturas y frente los cuales intervenimos. Y aunque la metaforicemos hablando de “tuercas flojas” nuestra tarea es muy diferente al noble oficio de los plomeros. Que los neurotransmisores son reputados como causa de trastornos no es más que la manera en que hoy nos representamos un problema. Mañana serán otros los neurotransmisores y eventualmente otras las explicaciones. 
Y si bien el concepto de neurotransmisor es cierto, en cambio la teoría que lo implica en un problema es materia de discusión en cuanto a los alcances y relevancias que adquiere. La extensión presuntuosa e hiperbólica de una ideología “científica” que, aun cuando arrastre conceptos verdaderos, se extralimita en cuanto a sus conclusiones es un núcleo problemático de la psiquiatría actual de la infancia. 
Alimentada por una mitologización de la biología y la genética [13] la marea clasificatoria del DSM adormece nuestra sensibilidad y, en lugar de acercarnos, nos aleja de las verdades, las lógicas y los contextos del sufrimiento infantil. Que nunca se puede agotar en el interjuego de algunas moléculas. Aunque lo implique. 
Alain Badiou propone romper este monopolio de la verdad por parte de la ciencia y plantea la existencia de diferentes prácticas de la verdad entre las que se inscribe la ciencia pero también el arte, la política y el amor. [14] Tal vez podamos avanzar en una práctica con niños que tenga en cuenta estas multiplicidades que se ponen literalmente en juego (y en el juego) de un niño. 
Pensar en profundidad no siempre es pensar en términos de interioridad. Esa sería la mirada focalizada del especialista. Entiendo que, por el contrario, como psicoanalistas (aún cuando nos espacialicemos y especialicemos en trabajar con niños) debemos contextualizar entendiendo la profundidad como un pliegue de la superficie, como “una exterioridad resplandeciente que fue recubierta y enterrada”. [15] 
Hace algunos años [16] planteé un modo de pensar nuestra práctica que hoy quiero retomar. Suelen considerarse tres puntos de vista diferentes respecto al saber en la relación entre el narrador y sus personajes. En el primer caso, el narrador omnisciente de las novelas clásicas sabe más que sus personajes. “Ella lo odiaba, lo que no sabía es que lo amaba”. En el segundo, ambos, narrador y personaje van aprendiendo juntos a resolver los misterios de una trama. Es lo que ocurre en las buenas novelas policiales. En el tercero, el narrador sólo sabe lo que sus personajes hacen o dicen pues su interioridad es respetada como opaca. Tal el caso de la prosa de Ernest Hemingway. [17] 
El psiquiatra que, a sabiendas o no, se asume como “ingeniero (¿o deberíamos decir plomero?) del alma”, que por saber de lo particular de cuadros, medicamentos y neuronas cree que alcanza la verdad última del ser ubicada en la biología, se ubica en el primer escalón. Hace jugar al fármaco, no al niño.
El psicoanalista de adultos, que acompaña desde su atención flotante las asociaciones libres de su analizante produciendo, sobre la marcha, un saber sobre la singularidad encuadra en el segundo grupo. Por último, el analista de niños que sólo ve lo que un niño pone en escena en su jugar transferencial, que sólo escucha los parlamentos de los personajes creados a partir de esa trama conjunta del juego en las sesiones, pertenece al tercer grupo. Y como Faulkner sigue las derivas de sonidos y furias. [18] Como el viejo marino escucha y mira el mar enigmático. Sin tanto apuro por secarse las salpicaduras con la toalla pretendidamente aséptica de una sigla y un nombre.
Los invito pues a salpicarse.

Por Juan Vanse
Fuente: http://www.elpsicoanalitico.com.ar/num2/clinica-vasen-infancia-dsm5.php

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